domingo, 12 de enero de 2014

¿Por qué no le tengo miedo a morir?

OPINIÓN: Por qué no le tengo miedo a morir
Durante 16 gloriosos años, di clases a chicos de undécimo grado en una escuela secundaria especializada de Miami. Para mí, dar clases no era una forma de ganarme la vida. Era mi vida.
Nada me hacía más feliz o me satisfacía más que estar al frente en un salón de clases y compartir las obras de escritores como Shakespeare, Chaucer, Jack Kerouac, Tupac Shakur y Gwendolyn Brooks y ver a mis estudiantes "atrapar" mi pasión por el lenguaje y la literatura.
Disfrutaba viendo a estos jóvenes de 15 y 16 años enfrentar sus primeras decisiones importantes en la vida —futuras carreras, relaciones, dónde vivir, a qué universidad ir, qué estudiar— al mismo tiempo que aprenden a conducir, obtienen su primer trabajo y experimentan con la identidad e independencia.
No hubo un día en el que no me sintiera privilegiado de ser parte de sus metamorfosis y agradecido por la oportunidad de afectar sus vidas.
Mi salón de clases era mi santuario, así que el día antes de Acción de Gracias en 2006, cuando me diagnosticaron un cáncer en el cerebro incurable a la edad de 34 años y me dijeron que me quedaba menos de un año de vida, hice lo que siempre había hecho. Fui a la escuela. Necesitaba que mis estudiantes supieran que confiaba en ellos para compartirles el paso más sacrosanto de la vida. La muerte.
Ellos, a cambio, me ayudaron a disfrutar el momento y a usar bien el tiempo que me quedaba. En seis años, el único de tiempo en  que no estuve en el salón de clases fue cuando me sometí a una cirugía cerebral. Nunca evité hablar con mis estudiantes del hecho de que tenía cáncer, glioblastoma multiforme, pero tampoco hablábamos constantemente.
Cubrí mi cabeza calva y lacerada con un gorro de lana y programé la quimioterapia alrededor de mis clases; logré funcionar tan bien estando enfermo que podía correr al baño, hacer mis necesidades, levantarme, cepillarme los dientes y apresurarme de vuelta a la clase en menos de tres minutos. Ellos hacían como si no lo notaban. Durante ese tiempo, incluso fue elegido "Maestro del año" en mi región. Daba gracias por cada respiración y sentía que podía vivir así para siempre.
Luego, hace dos veranos, el tumor en mi cabeza decidió actuar. Estaba jugando billar con un amigo cuando tueve una catastrófica convulsión que me dejó paralizado y casi ciego. Luego de dos meses de terapia física y un nefasto pronóstico, me vi obligado a enfrentar el hecho de que ya no podía ser el maestro que fui y presenté mi renuncia.
El cáncer finalmente había logrado sacarme del salón de clases, pero no estaba dispuesto a permitir que me sacara de la vida. No le tenía miedo a la muerte. Temía vivir sin propósito.
Parafraseando a Nietzsche, una persona que tiene un "porqué" para vivir siempre encontrará un "cómo". Mi "porqué" siempre habían sido mis estudiantes. Sólo tenía que encontrar un nuevo "cómo". Como ya no había un salón de clases para que pudieran venir a mí, decidí ir yo a ellos.
En septiembre de 2012, publiqué mi plan en Facebook. Dije que quería pasar el tiempo que me quedaba visitando a mis antiguos alumnos. Mi propósito era tener una oportunidad de ver por mí mismo qué estaban haciendo  y  ser testigo de cómo, si es que en algo, los había ayudado a formar sus vida. Era una oportunidad que pocas personas tienen, pero muchas, particularmente en el caso de maestros, codiciarían.
Tan sólo horas después de hacer la publicación, tenía invitaciones de estudiantes en más de 50 ciudades de todo el país. A principios de noviembre, comencé mi viaje; recorrí Estados Unidos en bus y en tren, acompañado de mi bastón de punta roja.
En los tres meses siguientes, recorrí más de 8.000 millas (12.874 kilómetros) desde Miami a Nueva York, al centro de Estados Unidos y Golden Gate de San Francisco, visitando a cientos de mis antiguos alumnos. Mi esperanza era descubrir que había inculcado al menos en algunos de ellos un amor duradero por los libros y la literatura y una profunda curiosidad por el mundo. Sin embargo, lo que mi viaje me enseñó fue algo más gratificante incluso.
Lo que aprendí de mis viajes fue que mis estudiantes se habían convertido en personas amables y bondadosas.
Personas que me levantaban cuando me caía en la calle, me leían libros cuando no podía ver y cortaban mi comida cuando no podía agarrar un cuchillo. Compartieron conmigo sus secretos más profundos, me presentaron a sus familiares y amigos, me cantaron mis canciones favoritas y me recitaron mi poema favorito.
Tal como esperaba, recordaron sus lecciones y libros favoritos que habíamos trabajado en clase, pero para mi grata sorpresa, fue el tiempo que pasamos juntos lo que parecía tener más importancia para ellos. Esos breves e íntimos intervalos entre las lecciones cuando compartíamos penas, vulnerabilidades y victorias fueron los momentos que mis estudiantes recordaban.
Y fue por ellos que comprendí que esos momentos tan humanos, cuando nos conectamos en un profundo nivel personal, eran los que hacían que mi vida fuera tan rica, en ese momento y ahora. Mis estudiantes me habían enseñado la lección más grande de todas. Me enseñaron que lo que importa no es tanto lo que aprendemos en clase, sino lo que sentimos en nuestros corazones.
Soy un hombre pragmático. Sé que no hay razón por la cual debería seguir vivo. El cáncer nunca me deja olvidar que es él y no yo, quien al final ganará esta batalla de voluntades. Sé que la enfermedad se saldrá con la suya en mi caso, más temprano que tarde.
Mis extremidades se están debilitando y mi memoria se desvanece. A medida que mi mundo se apaga a causa del tumor que crece en mi cabeza, veo incluso con más claridad que nunca los regalos que la promesa de una muerte temprana ha traído.
Mis viajes han terminado, pero mis estudiantes están ahí, a una llamada telefónica, un correo electrónico o un mensaje de distancia. Y de las lecciones que aprendí en el camino, yo, tomando prestadas las famosas palabras del gran Lou Gehring, moriré sintiéndome como el hombre más afortunado de la Tierra.

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